martes, 22 de marzo de 2011

TURISMO AVENTURA PORTEÑO


“¿Marcelo Gómez?” dice el guía. Y con mi mejor cara de ¿no es obvio?, le contesto: “No”. Me da un número y nos hace pasar a la Reserva Ecológica. Un lugar atípico entre la gran ciudad, próximo al centro administrativo y financiero de Buenos Aires. En la ribera del Rio de la Plata, entre lo que sería la prolongación de las calles Brasil y Viamonte, que dan nombre a las entradas de la reserva, se ubica esta burbuja donde se mezclan las bocinas y sirenas con los grillos, las hojas y las distintas aves que habitan el extenso espacio verde.

La reserva ecológica cuenta con 360 hectáreas y es única en Latinoamérica por su cercanía a la metrópoli. Sus terrenos fueron ganados al río y rellenados artificialmente con escombros de las demoliciones realizadas para la construcción de autopistas en las décadas de los ´70 y ´80. Su objetivo principal era ampliar la zona céntrica de la ciudad, pero este fue pronto olvidado dejando abandonada la zona. Espontáneamente, plantas y animales silvestres fueron colonizando el área, convirtiéndolo en un lugar con la flora típica del Litoral y la fauna característica de las lagunas y bañados pampeanos.

Muchos hemos visitado la reserva para hacer deportes, andar en bicicleta, avistar aves en sus miradores inconclusos o simplemente pasar el día en el río y caminar por sus cinco senderos: de los Alisos, de los Sauces, de los Plumerillos, de los Lagartos y del Medio. El último viernes, conocí un camino nuevo, uno que no sabía que lo iba a conocer cuando acepte conocer la Reserva Ecológica a la luz de la luna llena. No cualquier luna, si no la “supermoon”.

No eran necesario linternas, ni había llevado, solamente OFF! y más para una anti bichos como yo. Comenzamos caminado por el sendero de los Alisos, una de tantas especies de árboles, eramos un grupo de 25 e iba todo bien. Había de todo, los que se la sabían todas, los que sacaban fotos a todas las cosas y los que no sabían que hacían ahí.

Llegamos a un punto, donde Nelson (el guía) no hizo ponernos en fila para jugar con nuestro conocimiento sobre reptiles peligrosos. Eso no me gusto tanto y lo que seguía fue lo distinto. Nos metimos en un sendero no autorizado, entre las plantas y los plumerillos y nos fuimos alejando cada vez más de los ruidos. Ahí adentro, la luz de la luna era mínima, pero los ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Se escuchaban los ruidos de las hojas pisadas y la huída de las aves. Obvio, no olvidar las cortaderas que te sorprendían como una cachetada en la cara y una que otra broma de animales atacando tus espaldas. Eramos Jack, Kate, Sayid y Sawyer perdidos en el Litoral.

Cuando ya me quería volver, nos quedamos callados y con los ojos cerrados en el medio de la nada escuchando el “silencio de la naturaleza”. Yo, escuchaba mi panza, y es cuando, simpáticamente, Nelson nos avisa que podríamos hacer un picnic en las mesas ubicadas a la orilla del rio. Entonces entendí, las exageradas mochilas y bolsos de mis compañeros de aventura, era LA comida. El momento del picnic era el mejor momento del guía donde aprovechaba los víveres de sus guiados y parlaba con alguna que otra chica. Y el peor para mi, mi prima y mi tía, que nos entreteníamos twitteando sobre nuestra situación. Por suerte, no duro tanto y pegamos la vuelta.

Me sorprendió como tan cerca de la ciudad, se encuentra un lugar en donde se pierden sus sonidos característicos. La imagen de Buenos Aires que se logra alejándose entre la vegetación es digna de una fotografía y vale la pena la experiencia, por lo menos una vez. Ahora desde uno de los carritos de la Costanera Sur porteña, desgustando un sándwich de bondiola con unas papas re-fritas finaliza la aventura porteña.

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